La semana pasada mientras realizaba una actividad fuera de casa me sucedió una cosa. Habían colocado varias carpas para hacer dicha actividad y al terminar, los trabajadores del ayuntamiento llegaron para retirarlas. Pues bien, mientras yo hablaba con una amiga, ellos procedieron a retirar la primera de las carpas; en ese momento en el que la quitaban y plegaban, mi mente retrocedió de manera inmediata e inconsciente a la UCI.
Aquella carpa dejó de ser una carpa para convertirse en el ataúd portátil de la UCI.
Ya han pasado diez meses desde que salí, pero aún hay muchas cosas que mi inconsciente tiene guardadas.
Durante el mes que permanecí allí ingresada me dio tiempo de ver muchas cosas. Unas buenas y otras no tan buenas, porque vi morir a mucha gente.
Cada vez que veía la bolsa negra y cómo de ella extraían el ataúd plegable de aluminio, sabía que alguien había fallecido.
Hoy he sido consciente de algo de lo que hasta ahora no me había dado cuenta. Allí en aquella sala grande donde todo se veía, cada muerte era una tragedia. Pero hoy me he percatado de lo que realmente supusieron esas muertes para mí. Fueron simple y llanamente una RATIFICACIÓN. Porque cada vez que alguien moría se afianzaba en mí la idea de que yo no iba a morir allí como ellos.
Convenciéndome de que iba a vivir pese a que todo estuviese en mi contra.
Mi objetivo era volver a casa con mis hijos y cada vez que se producía un deceso, en mi mente saltaba un resorte y una voz me decía “yo no voy morir”.
Hoy, he entendido por fin su significado. Esas muertes han dejado de ser para mí un hecho desagradable, para convertirse en parte de mi sanación. He comprendido que sólo eran la manera en que la vida me obligaba a mantenerme firme en mi decisión. Que sólo eran una señal de que debía continuar. Que la función de esa voz era mantenerme alerta.
Hoy, me siento agradecida y un poco más ligera de equipaje.
Paula Cruz Gutiérrez.