Afrontar las cosas con la mayor normalidad posible es primordial.
No sobreproteger a nuestros hijos es necesario para que se conviertan en personas mentalmente sanas.
Esto último no implica que debamos dejar que se partan la cabeza, pero sí es cierto, que no pasa nada si se dan un golpe y los dejamos que se levanten solos. Tienen que aprender a caer y a levantarse sin que nosotros estemos allí en el papel de “salvadores”.
Considero que si de pequeños nos les dejamos correr riesgos, asumirán que no correrlos es lo correcto y de mayores se comportarán de la misma forma.
Por suerte o por desgracia, según como lo interprete cada lector, una enfermedad grave en uno de los progenitores, obliga a los niños a madurar más deprisa. Comienzan a ver desde pequeños situaciones que tal vez no verían hasta que fueran mucho más mayores.
Si a mi hijo alguien le pregunta qué le ocurre a su mamá, el responderá: pues mi mamá tiene cáncer. Contestará a la pregunta con la misma normalidad que quien contesta que su mamá tiene un catarro. Desde el principio de mi enfermedad, les hemos ido explicando lo que me ocurría, intentando en todo momento explicárselo con un vocabulario fácil que pudieran comprender.
Afortunadamente, mi hijo dentro de su inocencia, no asocia la palabra cáncer con muerte. Porque en éste caso yo no he fallecido.
La semana pasado tuve dos días muy malos, me sentía agotada. Mi cuerpo debía estar haciendo algún trabajo interior y destinaba toda su energía a curarse por dentro. De tal manera, que a mí físicamente no me quedaba energía.
El martes después de comer me eché la siesta para ver si descansaba. Cuando llegó mi hijo a despertarme me dí cuenta de que no podía moverme. Por más que lo intentaba, no podía mover las piernas ni los brazos de lo cansaba que estaba. Entonces, opté por decirle que le dijera a papá que no podía moverme y que llamara a la grúa. De ésta forma, él se fue contento a llamar deprisa a su padre. Yo podía haber optado por lamentarme porque no podía moverme y hacer un drama de todo aquello delante de él, sin embargo no quise. Cuando llegó mi marido me levantaron de la cama entre los dos entre risas y para él fue una cosa de lo más normal. Sin dramatismos ni victimismos.
Aunque los niños no han llegado a saber el alcance real de mi enfermedad, han sido conscientes en todo momento de que la cosas habían cambiado mucho. De que mamá necesitaba ayuda para poder hacer muchas cosas. Hay una enorme diferencia de ver a mamá siempre activa y de verla ahora durante tantos meses tumbada en el sofá. Ellos aunque sean pequeños saben que estoy enferma y me ofrecen su ayuda en todo momento.
Para mí eso es una grandisima satisfacción porque demuestra una cosa: todo lo que me quieren.
Paula Cruz Gutiérrez.